Época:
Inicio: Año 1000
Fin: Año 1500

Antecedente:
La guerra en el medievo

(C) Arlanza Ediciones



Comentario

Tizona, Durandal o Excalibur... todavía resuenan a través de los siglos los nombres propios de las espadas de grandes nobles, protagonistas de hazañas narradas en los cantares de gesta. Sin duda es la espada, arma individual del noble, forjada, pulida y decorada con esmero, la que despierta mayor interés, genera leyendas y se recubre de complejos simbolismos. Sin embargo, en la Edad Media como en la Antigüedad, fueron las armas de asta -lanzas y jabalinas- las reinas indiscutibles del campo de batalla, en ese terreno y momento donde cualquier truco o técnica, sucio o no, valía si garantizaba la supervivencia.
La longitud de una lanza (dos o tres metros en la infantería, tres metros o más en los jinetes) proporciona al guerrero una gran ventaja sobre cualquier oponente armado con espada o maza, al menos en los primeros segundos de lucha, que es cuando suele decidirse el combate: los duelos eternos de las películas son sólo eso, películas. Sólo en casos muy concretos la propia longitud del astil se convierte en un impedimento, si se lucha en bosque cerrado, en muralla o entre casas, o si el espadachín consigue cerrar las distancias. En los demás casos, incluso el mejor esgrimista estará en grave situación de inferioridad.

Durante la Edad Media las espadas eran armas comparativamente raras y muy caras, que se encontrarían ceñidas a la cintura de los nobles, pero rara vez en manos de villanos. La relación coste-efectividad de un arma de astil, jabalina, lanza, pica o alabarda, era muy superior, y el entrenamiento necesario para manejarlas con un mínimo de competencia, mucho más breve.

No hay grandes diferencias en el empleo de las lanzas en manos de infantes medievales con respecto a la Antigüedad. Si cabe, las derivadas de su menor disciplina y entrenamiento frente a, por ejemplo, las legiones romanas o los hoplitas griegos. Abundaban las jabalinas y azconas, piezas de astil corto, inferior a los dos metros, y punta pequeña perforante; sin embargo, rara vez se produjeron las disciplinadas y temibles salvas de pila que durante siglos caracterizaron a los legionarios romanos. Por otro lado, estas jabalinas poco podían hacer frente a la caballería noble, cada vez más acorazada. Los experimentos demuestran la efectividad de jabalinas de 1 Kg. de peso total contra tropas sin protección o con cota de malla, pero su función táctica fue desplazada por los arcos y las ballestas, de mucha mayor capacidad perforante.

La ausencia de una infantería villana disciplinada y entrenada durante la alta Edad Media impidió en Europa la existencia de líneas sólidas de infantería pesada capaces de resistir una carga frontal de caballería. A partir de Hastings (1066) rara vez se vio un muro de escudos y lanzas suficientemente sólido como para resistir a pie firme dichos asaltos. Sólo avanzada la Edad Media comenzó la infantería a tener posibilidades reales de medirse con la caballería pesada noble. Eso ocurrió cuando aparecieron macizas y disciplinadas unidades de infantería (por ejemplo en Suiza), armadas con picas de cuatro metros o más de longitud y con alabardas y otras armas de astil, que combinaban puntas, hachas y ganchos para ensartar, golpear o derribar jinetes,

Entre el siglo XI y el XV la iconografía -en especial los Beatos iluminados- proporciona alguna información sobre la utilización de la lanza empuñada por infantes. Predomina su uso como arma de estoque, empuñada por alto, por encima del hombro, y con una sola mano, empleando el otro brazo como contrapeso. Pero también se documenta, con mayor frecuencia de lo que en principio pudiera parecer, la lanza empuñada con las dos manos, con función a la vez punzante y cortante. Este uso es habitual en la caza, para la que, a menudo, se empleaban lanzas con un tope o barra destinado a evitar que un jabalí u oso ensartado y furioso siguiera avanzando por su impulso a lo largo del astil hasta llegar al cazador. Estos topes también tenían uso militar. Sin embargo, la lanza a dos manos sin escudo también se empleaba en combate, en especial en el mundo oriental, combinando la función cortante con la punzante, sobre todo en movimientos de recogida del arma, y en especial contra los tendones de las corvas o brazos del rival. Las hojas de lanza más anchas probablemente se diseñaron teniendo en cuenta este empleo cortante.

Donde el empleo de la lanza medieval registró mayores avances respecto al mundo antiguo fue en la caballería. Superioridad ligada, fundamentalmente, a modificaciones y mejoras en el control del caballo y la estabilidad del jinete. Por supuesto, siguió existiendo una caballería ligera armada con jabalinas que evitaba el choque. En la Península Ibérica, tanto musulmanes como cristianos contaron abundantemente a lo largo de toda la Edad Media con estos jinetes que empleaban la táctica del tornafuye (retiradas fingidas seguidas de repentinos ataques) y montaban a la jineta, esto es, con estribos cortos y las piernas bastante recogidas, en una postura que facilitaba un ágil control del caballo, pero que impedía la carga frontal contra otro jinete.

Desde que -hacia el s. VII d.C.- se extendió el empleo del estribo en Europa Occidental, introducido desde Oriente, su combinación con un tipo de silla de arzón de altos borrenes que literalmente encajaban al jinete en su montura, favoreció la existencia de un tipo de monta a la brida que se hizo popular en el ámbito normando a partir del s. XI y se extendió por toda Europa, incluyendo Al-Andalus. En esencia, la monta a la brida implica que las piernas del jinete van extendidas a lo largo de los costados de su montura, apoyados los pies en los estribos y sujeta la cadera en la silla. Hasta entonces, la lanza se empleaba al modo tradicional, como arma de estoque, tal como hicieran la caballería macedonia o la romana, golpeando con la lanza desde una posición por encima o por debajo del hombro, y empleando para ello fundamentalmente la fuerza del brazo. Sólo ocasionalmente se emplean las dos manos.

Pero la monta a la brida con estribo y silla arzonada permitió algo nuevo: la carga frontal hasta el choque, con la lanza horizontal sujeta por la axila o el costado entre el torso y el brazo. En estas condiciones, al choque con un enemigo, el impacto será el resultante de la masa combinada de jinete y caballo más el impulso de éste. Hay dos variantes en esta técnica; en la más antigua, documentada con frecuencia a partir del s. XI, la lanza se sujeta entre el brazo y el costado. En la segunda, dos siglos más tardía, denominada en los textos medievales hispano a sobre mano, la lanza además de sujetarse al costado se apoya en el antebrazo, gracias a una leve torsión de la muñeca. Esta postura permite un mayor control del arma, que con leves movimientos del antebrazo y mano puede orientarse con mayor precisión incluso en los instantes inmediatamente anteriores al impacto.

Estas técnicas hicieron irresistible durante mucho tiempo la carga de la caballería pesada medieval. Simultáneamente, la mayor violencia de los impactos impulsó el desarrollo de las lanzas, cuyos astiles se hicieron mucho más gruesos y, por tanto, pesados. También provocaron la mejora de las defensas: se abandonaron las cotas de malla en favor de las armaduras de placa metálica, mucho más resistentes contra este tipo de golpes.

Los todavía escasos estudios antropológicos realizados sobre esqueletos medievales, por ejemplo sobre las fosas comunes de Wisby (1361) o Towton (1461), muestran, sobre todo, los efectos de heridas cortantes causadas por espadas, hachas o alabardas, puesto que las heridas punzantes de lanza, comparativamente pequeñas, suelen afectar menos a los huesos, pero de ello no debe deducirse que la lanza no fuera mortífera. Mucho más equilibrados son los textos medievales en los que el combate y las heridas de lanza figuran de manera prominente.

En el proceso de desarrollo de la lanza pesada de caballería se llegó al ristre, pieza metálica fijada al peto de la armadura de placas para apoyar y asegurar la lanza. Era apoyo especialmente necesario en las justas (combates individuales) y torneos (en grupos), donde se empleaban pesadas lanzas diseñadas para el choque. Frente a lanza de guerra (á outrance) empleada a veces, la lanza rebajada (á plaisance) remataba en una cabeza roma con tres puntas cortas que ampliaba la superficie de impacto y en consecuencia disminuía la capacidad de penetración. Aún así, en las justas eran frecuentes los accidentes graves: los impactos eran tan brutales que a menudo se partían los astiles, y se llegó a una cierta codificación en que la justa era a tres lanzas rotas (de ahí la expresión romper una lanza). Este peligro persistió incluso en pleno Renacimiento, cuando se habían limitado mucho los riesgos; por ejemplo, el 30 de junio de 1559 Enrique II de Francia fue herido fatalmente cuando una astilla de la lanza de su rival penetró entre las rendijas del visor de su casco, penetrándole por un ojo y causándole la muerte tras once días de agonía. Se da la circunstancia de que Enrique II era el padre de Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II, y que la malhadada justa se estaba dirimiendo para celebrar los esponsales de la princesa con el rey de España.